Muchas personas malgastan
sus energías por acumular riquezas materiales, por tener poder económico y ser
reconocidos dentro de su círculo como personas de gran influencia, hasta el
punto de olvidarse o descuidar - en esa ambiciosa carrera materialista - de
otros aspectos más importantes y sublimes, como lo son el amor y la entrega por
nuestra familia, nuestros hijos, y todo cuanto constituye nuestro mundo, la
verdadera riqueza; la misma que estando tan cerca de nosotros no la valoramos
lo suficiente, y que de perderla, ninguna cuenta bancaria por cuantiosa que sea
podrá devolvérnosla. Su efecto es irreversible.
Es normal y sano que el ser humano desee
progresar y mejorar sus condiciones de vida, y dentro de ello que se esfuerce
por alcanzar metas y objetivos, que de conseguirlos le traerán estabilidad
física y emocional a él, y a quienes estén bajo su responsabilidad; y eso es
agradable a los ojos de Dios porque estamos haciendo lo correcto. Más lo que
Dios no ve con buenos ojos es esa ambición desmedida y malsana de aquellos que
piensan que el dinero y las satisfacciones materiales lo son todo en la vida,
llegando a convertirse en esclavos acérrimos de sus disfrutes, restando toda
importancia a los criterios Providenciales.
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